Historia Restauración La Purísima Vitrales Imágenes Videos Contáctenos Donar
 

ORIGINALIDAD SIMBÓLICA DE UNA CATEDRAL

La casa de la Iglesia

Interior

La iglesia Catedral es un templo dedicado, en principio, a acoger a la Iglesia local como unidad. La “Iglesia” que se evoca cuando se habla de la Catedral es la diócesis misma. Las catedrales son para la Iglesia tal como de hecho existe, es decir, como Iglesia particular. Bajo esta perspectiva, la correspondencia entre el edificio material y el edificio espiritual de las piedras vivas, del cual nos habla san Pedro y los textos litúrgicos, es algo muy concreto y localizado.

En cada Iglesia particular está presente la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica, y en ella la presencia de Cristo, el Señor. La Catedral, por tanto, no simboliza una parte de la Iglesia, sino la Iglesia en la totalidad, en cuanto realizada en esta determinada Iglesia particular. Una de las perspectivas que se abre con esta consideración es la unión entre la catedral y la comunidad local, su historia, su cultura, su peculiar forma artística.

Las catedrales reflejan, efectivamente, estas características, como una casa refleja la familia que en ella habita. Muchas catedrales muestran, en su misma construcción, las etapas de su historia, los cambios culturales, los gustos artísticos, según la situación concreta de aquella Iglesia particular. Es ella, la comunidad cristiana que forma la Iglesia de aquel lugar, la que se encuentra representada en estas etapas de la catedral. Otra perspectiva es la unicidad de la iglesia catedral. Solamente ella, en cada diócesis, es el punto de referencia permanente de la reunión de todos los diocesanos. Es ella, en principio, la Iglesia-edificio que reúne en Iglesia-asamblea a la Iglesia-comunidad local. Podrá haber santuarios célebres, o iglesias con sepulcros venerados, o parroquias fervientes... pero sólo la catedral es el lugar siempre abierto para todos.

La cátedra

La Iglesia católica y apostólica no existe sin la cátedra episcopal, esto es, sin la presencia de la sucesión apostólica que asegure el testimonio del Evangelio con la autoridad de su interpretación auténtica, como no existe la comunión eclesial sin el altar para reunir el pueblo de Dios en la celebración del memorial del Señor muerto y resucitado. Una Iglesia-edificio representará plásticamente la identidad de la Iglesia-comunidad para cuya Iglesia-asamblea está destinado, si estos dos elementos existen visiblemente, y en la precisa correlación Palabra-Sacramento que caracteriza la Iglesia tal como Cristo la ha querido.

Encontrar la cátedra materialmente en el lugar donde la Iglesia local entera está convocada es un signo sensible de que el Apóstol continúa presente en aquella Iglesia. Esta cátedra no hace referencia sólo al obispo, sino a todos los que comparten con él, en colaboración, la tarea de ser servidores de la Palabra. Un presbítero que celebre la misa en la catedral no se sentará en la cátedra del obispo, sino que tendrá otra sede. Pero todas estas sedes adquieren valor simbólico a partir de la cátedra episcopal: son el testimonio local de la comunión católica y apostólica, fundada en la comunión de la fe garantizada por el obispo que se sienta en la única cátedra y desde ella realiza el servicio de interpretar auténticamente el Evangelio que, desde su ordenación, pesa sobre sus espaldas.

El altar

Altar

La catedral se distingue también por el altar del obispo. La Eucaristía es signo y causa de comunión. La comunión eclesial es comunión eucarística y toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el obispo. En el altar se concentra, por tanto, la mediación jerárquica y la mediación sacramental, que son las dos mediaciones que estructuran la comunión entre la Trinidad y los hombres. Participar del altar donde celebra el obispo, concelebrar con él en su altar, es la forma más expresiva de reafirmar y confirmar la comunión eclesial.

Iniciación cristiana y reconciliación

El altar de la catedral, como símbolo de la comunión en la Iglesia particular, y en ella y por ella con las demás iglesias, evoca otros dos momentos sacramentales: el de la iniciación y el de la reconciliación. En términos topográficos, son el bautisterio y la “sedes confessionalis”. En términos sacramentales son los sacramentos de la iniciación cristiana y la pastoral de la reconciliación de los penitentes por el sacramento de la penitencia.

La presencia del bautisterio en la catedral y el hecho mismo de los bautismos no procede, por tanto, de que en la catedral exista o no una parroquia. Procede directamente de su condición de iglesia símbolo de la Iglesia local. Una parroquia es siempre una comunidad parcial en el interior de la Iglesia particular, mientras la catedral es, en sí misma, la iglesia para toda la comunidad diocesana.

La reconciliación de los penitentes tiene también en el obispo el ministro fundamental. La misión de perdonar los pecados es una de las características básicas del ministerio apostólico confiado por el Señor a los Doce y los testimonios de Pablo en las cartas a los Corintios son elocuentes para comprender el sentido y la práctica de la intervención apostólica sobre la excomunión y la reconciliación (véase 1 Cor 6,1ss; 2 Cor 10,1ss; 13,1ss).

Originalidad litúrgica

La oración. La Iglesia es esencialmente una comunidad orante y cuando se reúne lo hace para orar. La liturgia de la dedicación rebosa de referencias al respecto: “Mi casa se llama casa de oración...”, “es santo este lugar en el que ora el sacerdote...” , “recibe aquí, con clemente bondad, las peticiones de las plegarias.. aquí merezcan todos recibir lo que han pedido”.

La actividad magisterial del obispo. Una tarea a considerar es la de asegurar una predicación ordinaria y extraordinaria de calidad en la Catedral. Frecuentemente, el obispo mismo predica en la Catedral; es lo más significativo. Pero aun cuando no es él mismo quien predica, su magisterio debe hacerse vivo especialmente en esta iglesia. Lo más específico de la Catedral será siempre lo más general dentro de la pastoral diocesana y la resonancia más directa de las grandes cuestiones de toda la Iglesia, del magisterio pontificio en primer lugar.

Los sacramentos de la iniciación cristiana. Tienen en la Catedral un lugar totalmente propio y piden una acción de pastoral sacramental y litúrgica adecuada. Tampoco aquí cabe plantear cuestiones de competencia con las parroquias, ni éstas deben mirar con recelo la acción de la Catedral. Lo importante es que haya, en todos los casos, una estricta fidelidad a las orientaciones propias de la diócesis.

El sacramento de la confirmación. Tiene especial referencia al tratar de la Catedral. Tratándose de la iglesia que asegura el ministerio episcopal en aquello que tiene de más específico parecería adecuado que en la Catedral se celebre el sacramento de la confirmación durante el tiempo pascual. ¿Por qué la Catedral no tendría que ser, asimismo, el lugar normal de encuentro del obispo con los neófitos o con los recién confirmados?

El sacramento de la reconciliación. La predicación penitencial, las celebraciones penitenciales no sacramentales o, en su caso, también sacramentales con la confesión y absolución individuales, la convocatoria especializada para estas celebraciones (por ejemplo, los sacerdotes y ministros al comienzo de la Cuaresma), etc., son otras tantas iniciativas en el campo de la pastoral de la penitencia y de la reconciliación, que la Catedral debe atender.

Junto a esta gama de acciones pastorales que podemos considerar permanentes, la liturgia de la Catedral tiene sus propios momentos fuertes. Ante todo, el aniversario de su dedicación. Algunas experiencias realizadas demuestran la posibilidad de hacer de esta solemnidad una oportunidad para reunir al clero y a los fieles, en diversos momentos, para la oración y la celebración, para explicar la vida de la Catedral, para hacer comprender por experiencia toda la realidad que intentamos describir en estas reflexiones. También son momentos celebrativos fuertes en una Catedral las ordenaciones, la Misa Crismal y las peregrinaciones. Otro esfuerzo a realizar es el de educar a los cristianos a considerar la Catedral como lo que realmente es. Es una tarea que conviene emprender desde la catequesis infantil y que debe tener en la pastoral de la Catedral una acogida y una colaboración eficaces.

La Catedral en la ciudad

Visitar una Catedral es hallarnos frente al testimonio de la historia, al paso de los siglos. La Catedral debe manifestarse como una casa abierta, acogedora, testimonial, tanto para los hombres de la ciudad como para los transeúntes. En primer lugar, abierta. Para que todos puedan entrar como en casa propia, para orar, para admirar o, simplemente, para permanecer en silencio. Que la Catedral pueda estar siempre abierta es ya un testimonio de su identidad y un hecho aparentemente banal como éste puede tener una eficacia evangelizadora.

Además, la Catedral debe mostrarse acogedora. Entramos aquí en la posibilidad de encuentros personales: un sacerdote siempre a disposición para una conversación espiritual, para la reconciliación, para escuchar a las personas que necesitan expresarse y recibir un consejo espiritual, o para explicar el Evangelio, para recitar un salmo, para iluminar la propia existencia...

Un tercer servicio de la Catedral será el de automanifestar la vida de la Iglesia local ya que la Catedral es el símbolo de esta Iglesia. Entrar en una Catedral debería constituir, idealmente, un encuentro con los diversos aspectos de la vitalidad de aquella Iglesia, sus propósitos de acción pastoral, sus instituciones, sus movimientos. Es una de las formas más eficaces de mostrar que la Catedral es la casa de esta Iglesia que peregrina en un lugar.

Finalmente, una vocación de la Catedral en relación con la ciudad es la de ser el lugar de la fiesta ciudadana. En primer lugar, de las grandes fiestas de la comunidad cristiana; pero, juntamente, de la fiesta de la ciudad en la medida en que esta fiesta está enraizada en la fe. No es una vocación de retorno a un pasado, sino una vocación para la vitalización permanente de la ciudad.


Adaptado de la Revista PHASE. Nº 188 - 1992

Volver arriba